Por Raúl Susín Betrán
Integrante de la candidatura de Podemos-Alto Aragón en Común al Congreso de los Diputados, y profesor de Derecho de la Universidad de La Rioja
En los últimos años hemos sufrido como ciudadanos la capitulación que la democracia y la política han hecho ante la economía y el mercado, y a esta rendición han colaborado –aunque no de igual forma– gobiernos conservadores y socialdemócratas.
Sin retrotraernos muy lejos, simplemente fijándonos en las políticas aplicadas en el contexto de la crisis, no podemos dejar de recordar la modificación del artículo 135 de la Constitución por el Gobierno de Zapatero en el verano de 2011, priorizando la estabilidad presupuestaria y el pago de la deuda y, con ello, limitando la posibilidad de llevar a cabo políticas de acuerdo a las necesidades de las personas. Y menos aún podemos dejar de recordar la lista de Decretos-leyes a través de los cuales el Gobierno que preside Rajoy ha diseñado una política de recortes en distintos ámbitos: sociales, laborales, educativos, salud… En este caso, al margen de que este abuso desde diciembre de 2011 en la utilización de Decretos-leyes supone una dudosa técnica legislativa, lo más grave es que junto con lo anterior, junto con la reforma del 135 de la Constitución, se ha avanzado de forma peligrosa en la imposición de un nuevo contrato social impulsado por una filosofía mercantilizadora. El contrato social convertido en contrato mercantil.
Esta redacción regresiva del contrato social no es únicamente una cuestión de filosofía o de palabras retóricas. Las cifras de incremento de la pobreza, pero especialmente aquellas que ya presentan la desigualdad como un fenómeno estructural, delatan que es exigible pensar otra política. Es cierto que no podemos pensar en la política como un exorcismo que todo lo cura y que transforma automáticamente nuestro malestar –malestar pluridimensional– en bienestar y felicidad. La política es igual de imperfecta y frustrante que otras parcelas de la vida social. Pero también es cierto que si tenemos presente la realidad en la que vivimos, si queremos ser sujetos responsables en la misma, debemos compartir que sólo en la política podremos trabajar en el circulo virtuoso de los derechos que revierta el círculo vicioso de la desigualdad, la principal amenaza que tiene hoy nuestra democracia. Es a través de esta política “imperfecta” como podremos hacer frente a un empobrecimiento de la sociedad que va más allá del empobrecimiento económico, que alcanza registros morales y que amenaza con imposibilitar la construcción de proyecto alguno de sociedad compartida.
Con la perspectiva que nos dé el tiempo veremos que resulta increíble no haberse dado cuenta de la indivisibilidad de los derechos: sin políticos no hay civiles, y es un ejercicio de cinismo hablar de políticos sin sociales. Veremos, si todavía no nos hemos convertido en absolutos analfabetos sociales, que la democracia real es incompatible con la extrema concentración de la riqueza.
En este sentido, si todavía nos queda alguna disposición para la transformación social entenderemos que recuperar la capacidad de los derechos –empezando por los sociales– como categoría estructuradora de lo social es el primer paso para evitar este adelgazamiento democrático que nos empobrece. Alimentar el cuerpo, los derechos sociales, como motor del alma, como motor de la democracia.
Y junto a ello, y como la transformación social no sólo hay que pensarla y hacerla, sino también sentirla, parece oportuno exigir que no nos quedemos en el plano de los derechos. Que trabajemos por conseguir el empoderamiento que todas las personas, como ciudadanos, requieren en una democracia construida colectivamente, a base de propuestas integradoras y en las que se “enrede” –dicho positivamente– lo social, lo económico, lo ecológico, lo solidario, lo participativo…. hasta volver a hacer de nuestras democracias, de nuestras sociedades, unos lugares donde las personas recuperen su capacidad de decisión y sientan lo positivo de vivir juntos.
Edgar Morin dice que en procesos como este hay posibilidades, no probabilidades de esperanza. Esto es, que en nuestras manos, compromisos y responsabilidades está la posibilidad cierta de avanzar.